ANA SE MIRA EN EL ESPEJO.

Ana se mira en el espejo no tanto por vanidad, ni por demostrarse que a pesar de sus muchos años se conserva en buena forma, que el vestido azul como el mar de Veracruz, que se compró hace más de veintisiete veranos, aún le queda como la primera vez.  El motivo de que Ana permanezca tanto tiempo ante el espejo, es mucho más complicado, más íntimo; más para reconocerse a sí misma en la imagen que le devuelve cada gesto, cada hendidura y curva de ese rostro —el suyo— que es como una fracción de recuerdo, como una cápsula de imágenes pasadas que la obligan a nunca olvidarse de sí misma, de ella, de Ana. 

 Luego se sienta ante el tocador, y como tantas otras veces abre el pequeño cofre que contiene sus joyas; no necesita verlas para saber cuáles hay; las conoce y recuerda cada una de sus historias: la medalla del niño Jesús, de la primera comunión; el broche de esmeralda, de su abuela Emilia; la pulsera de tres oros, que ella misma se compró...  Ana escoge un solo hilo de perlas que le queda muy ceñido al cuello, y se pone unas gotas del mismo perfume que usa desde siempre; que ha tratado de cambiar tantas veces por olores más modernos y no ha podido porque se huele extraña, como si hubiera otra persona con ella. Ya está lista, consulta su reloj. Aún es muy temprano, antes el tiempo nunca le alcanzaba para terminar de arreglarse; Pablo se desesperaba tanto vestido de traje, daba vueltas en el cuarto, prendía un cigarro y luego otro: —Ana, ya vamos tarde— y Ana que jamás encontraba los pasadores para detenerse el chongo. Ahora parece que todo sucede más lentamente que entonces, aunque en realidad es ella la que se ha vuelto anacrónica, desconectada de los minutos y las horas, a su propio ritmo.  Un momento apenas es abril, y al siguiente, agosto llena de tormentas las tardes. ¿Adónde se han fugado los demás meses del calendario? 

 Ana descorcha una botella de vino y se sirve un vaso, como lo hace desde el día que leyó que es bueno para el corazón, aunque eso, ella ya lo sabía. Se sienta en la sala y contempla la vastedad del salón, la lejanía del comedor detrás del biombo chino, y por la ventana, la inmensidad del jardín vacío desde que murió Verny, el año pasado. Su collar y su correa aún lo esperan a un lado de la entrada, porque Ana no se resigna a regalarlos.  Últimamente su casa ya le queda demasiado grande,  ¿o será que ha comenzado a encogerse? A Ana le divierte la idea de hacerse pequeña hasta ser del tamaño de una almendra y fugarse en el bolsillo del primero que pase. Sin embargo Ana sabe que no puede fugarse de su propia vida, igual que nunca ha podido cambiar de perfume. 

Ana recorre la parte baja de esa casa en la que ha vivido medio siglo, y la siente ajena, como si estuviera de visita; sus pies no la guían naturalmente como lo harían los pies de un legítimo habitante; para avanzar sin contratiempos Ana tiene que hacer sus movimientos conscientes. Los objetos que  antes entrañaban recuerdos, promesas cumplidas y sueños, ahora han perdido el significado, para ella no son más que muebles. Ana mira los retratos de familia intentando recuperar un nexo perdido en el tiempo y en el espacio, algo que la una al exterior de sí misma, a la casa y  a la cuidadosa construcción de sucesos que ha ido acumulando con el tiempo y que responden a la pregunta: ¿quién es Ana? Pero las imágenes de sus tres hijos no le dicen nada; con horror Ana se da cuenta de que son unos desconocidos que recuerda vagamente, en tres repeticiones nebulosas de cambios de pañal y festivales escolares, gritos en el jardín, besos de buenas noches, graduaciones, bodas... y la nada. 

Ana se sirve otro vaso de vino y trata de convencerse que la  angustia que está sintiendo es algo pasajero, se sienta nuevamente y se concentra en destrabar el mecanismo atascado de su mente, en soltar la opresión del pecho, en regular la respiración desbocada. Se dice a sí misma que la confusión no ha sido más que un lapso senil que se irá sin dejar rastro.  Por si las dudas Ana decide desdoblar su vida como si desdoblara un mantel sobre la mesa. Comenzar por el principio, ordenar los recuerdos, pegarlos con sensaciones... sin embargo su historia es un jarrón que en un descuido se hizo pedazos. No importa, Ana  pegará los fragmentos de memoria hasta formarla toda de nuevo, hasta que quede sólida y perfecta. 

La infancia es lo más simple: la vajilla miniatura de Ana y sus hermanas, con la que sentadas en el patio jugaban a servirse el té; la nana Chayo y sus remedios contra la gripa, tazas de chocolate espumoso, hecho con el molinillo de madera; los dulces de leche quemada que se compraban afuera de la iglesia, los domingos luego de misa; Papá montado en el Catrín, su caballo color miel, los brazos fuertes de papá abrazan a Ana niña  hasta que siente que sus husos se romperán; los pellizcos de las monjas del Sagrado Corazón si hablas en clase, Mamá  todas las noches canta una canción para dormir,  mamá todos los años pone más figuras en el nacimiento hasta que ya no cabe en la sala. Hasta aquí, las imágenes son claras y brillantes, Ana ha logrado una obra maestra de la reconstrucción, y su mundo primero conserva los olores, el calor, las sensaciones tan burbujeantes como si acabaran de suceder hace un instante. 

Luego, los recuerdos son igual que fotos viejas que se han empezado a poner amarillentas en las esquinas: Papá se ha comprado un coche y todos en la cuadra salen a ver la maravilla mecánica; las clases de cocina con las hermanas Michel, si no te sale el arroz mejor ni te cases; hacer a mano el vestido deslumbrante de tan blanco, las gardenias de los centros de mesa de la fiesta; y Pablo joven que la espera en la puerta de la iglesia, de frac, sonriente y perfecto como son todos los novios el día de su boda. 

Más allá, todo es un remolino de imágenes difusas, sobrepuestas una encima de otra: los primeros años y los primeros hijos; el dolor espasmódico de cada parto; el segundo que no resistió la neumonía; los otros dos que vienen después; Pablo en su incansable ir y venir de viajes de trabajo, los desayunos escolares de los niños, los miles de raspones en las rodillas, hacer las maletas de Pablo que se vuelve cada vez más serio. En un abrir y cerrar de ojos todos crecieron, todos se fueron, Ana ha sido su testigo desde la cocina, desde sus labores de la casa, desde su apariencia de señora de clase media alta,  y desde su preocupación por que la vida les funcione a todos como un reloj suizo. 

¿Qué pasó después? Después es ahora, es Ana que no encuentra el tercer vaso de vino que se sirvió esta tarde que terminó de arreglarse, muy temprano, como una reina loca para un compromiso que no tiene. Después es diez años de un Pablo debajo de la tierra que ya ni se siente, que ya no lastima con su indiferencia de estatua que comparte una cama. Ahora es Ana a quien le queda perfectamente un vestido que compró hace más de veintisiete veranos en Veracruz; que intentó desdoblar su vida para encontrar que existe, que hay un motivo que la retiene aquí, en ella, en Ana que se siente ajena en su propia casa, perdida en el tiempo y en lapsos que son solo vacío. 

Busca un espejo para mirarse y decirse: soy yo, yo misma, Ana. Pero no puede encontrar uno por ningún lado. Entonces Ana cierra los ojos, y se da cuenta de que su cabeza es un hoyo que no puede llenarse con nada, y que finalmente le succionará hasta el último reducto de sí misma. Hasta el punto en que cuando encuentre un espejo, cada  gesto, cada hendidura y curva del rostro que mire (como pequeñas fracciones de recuerdos, como una cápsula de imágenes pasadas) será el rostro y la vida de alguien más, no el suyo, y entonces sí, Ana podrá encogerse hasta el tamaño de una almendra y fugarse en el bolsillo del primero que pase.