TODO LO QUE NECESITAS ES AMOR.

Gilberto llegó del trabajo y con el pie derecho se sacó el zapato del pie izquierdo y repitió la operación invirtiendo los lados. Los zapatos quedaron tirados al lado de la entrada como dos animales muertos, carentes de sentido sin su relleno usual. Gilberto se sentó en el love seat frente al televisor; lo encendió, se quitó los lentes y frotó sus ojos miopes para poder enfocar mejor el programa de concursos. Se volvió a poner los lentes. Sintió el impulso de llamar a Mini, pero recordó que ya no estaba; Mini había desaparecido. 

Luego de trabajar ocho horas (distribuyendo, sellando y llenando papeles en un cubículo de dos metros cuadrados, sin una sola ventana y sin más luz que la que le proporcionaba la lámpara de neón, ocho de la mañana a cuatro de la tarde de corrido, porque Gilberto prefería no tomar tiempo para comer con tal de salir temprano y recibir su recompensa televisiva) no se sentía cansado, al contrario, se sentía lleno de energía. 

Un agradable conductor vestido de traje saludó entusiasta a la audiencia presente en el programa y a la audiencia “que nos ve cómodamente en casita”, dijo con una sonrisa que anunciaba pasta de dientes Colgate. Luego de presentar a la tanda de los cuatro primeros concursantes, el programa hizo una pausa para comerciales. Gilberto calculó que tenía exactamente dos minutos y medio, así que rápidamente sacó del congelador el paquete del día: “estofado de cerdo con verduras al vapor” y lo metió en el microondas, se sirvió un vaso de leche, se quitó el pantalón y corrió de regreso al televisor con la mesita de ruedas ya servida. El primer concurso consistía es que cada participante debía elegir entre una serie de 30 productos, con el precio tapado, hasta que llegara lo más cercano posible a cuatrocientos treinta pesos en su valor, sin IVA. Gilberto miró atentamente la lista de productos ofrecidos e hizo su selección en menos de cuarenta segundos. Los concursantes tenían un minuto y medio. Gilberto tenía la  boca  seca y le temblaban las piernas -¡no idiota!, eso cuesta más de cincuenta pesos, ¡ya te pasaste!-  gritaba girando instrucciones a los concursantes -¡Eso!, sí, sí, ¡el talco para bebé!-  El tiempo se agotó y la ganadora tenía productos por cuatrocientos diez pesos. Sin embargo, la selección de Gilberto, como corroboró con su calculadora al sumar los precios develados de los productos que él había elegido, llegaba a los cuatrocientos veintiocho pesos. En los comerciales siguientes Gilberto comió desganadamente algunos bocados, y adivinó que el concurso siguiente sería de acomodar los precios en los artículos correspondientes. En este concurso Gilberto atinó de nuevo mucho más cerca que el mejor de los concursantes. Lo mismo sucedió con "tómbola de centavos", "la cuesta de los precios" y "cascada del ahorro". Gilberto brincaba y gritaba frente a la tele, rugía, se golpeaba en el pecho como un poderoso gorila después de derrotar a sus enemigos; qué sensación, qué manera de sentirse arriba, de ser un triunfador, la adrenalina navegaba por todo su cuerpo, sus músculos hinchados por el torrente sanguíneo a mil, los chispazos eléctricos en la cabeza, su pecho jalando aire como una aspiradora. Nunca había estado tan certero, nunca había atinado a tanto y tan rápido. La vorágine llegó con "la gran oportunidad". Gilberto se acuclilló a un metro de la pantalla y se concentró todo lo que pudo para ir calculando los precios de los muebles y cosas que la modelo señalaba. Quien llegue más cerca en conjunto -sin pasarse- se llevará todo. -¡62 mil doscientos, sesenta y dos mil doscientos!- exclamó casi en trance. El precio total era de sesenta y dos mil doscientos veinte. Jamás nadie había llegado tan cerca, jamás. El programa se acabó. 

Gilberto había quedado agotado, tembloroso. De haber estado allí, ahora tendría un carro nuevo, un viaje a Hawaii, una secadora de pelo, un conjunto de muebles para jardín, un asador, una tabla de surf, un juego de plumas fuente y un restirador. Si hubiera estado allí, pero estaba en su departamento de una sola recámara con cama individual, un escritorio, un sillón love seat, un librero, un televisor de 25 pulgadas, un refri servi-bar, un horno de microondas, una mesita con ruedas, y una silla en la barra del desayunador. Gilberto calculó que todos los muebles juntos valían $9,100 pesos, sin IVA. Nada comparado con los premios del concurso. Una conocida tristeza comenzó a invadirlo, a cercarlo desde las orillas de su memoria. Una sensación a la que debía cerrarle las puertas como se cierra una compuerta para evitar que se inunde una presa. Si Mini no hubiera desaparecido podrían ponerse a jugar, si Mini estuviera aquí podría distraerse. Pero Mini no estaba, se había ido, había desaparecido. ¿Qué le habría pasado? Tan feliz que había sido el día que lo ganó en la Kermesse de la iglesia, en el juego de dardos. Gilberto se tronó los dedos nervioso, faltaba una hora para el próximo programa de concursos de la tarde, cambió sin fijarse los canales y no pudo encontrar nada que lo entretuviera. Su estómago dio un giro inesperado y súbitamente lo obligó a efectuar la devolución del estofado de puerco. Apenas si logró llegar al excusado. Se sentó en los azulejos fríos del piso del baño, sintió retortijones en el estómago y un escalofrío, sus dientes castañeteaban. Se acomodó como un feto abrazándose las rodillas tumbado de lado, y cerró los ojos. En ese momento ya fue imposible evitarlo y los recuerdos llegaron a él. 

Aplausos. Su madre y su tía Laura entre el público animándolo. Había logrado llevarse la pista de carreras Exin y la partulla de baterías. Chabelo le había dicho en la pausa de unos comerciales que él era su amiguito favorito de ese día, lo había acariciado y le había dado masaje en la espalda para que se relajara mientras las animadoras de minúsculos shorts cantaban canciones infantiles, bailaban una coreografía y animaban al público. Aplausos. Más concursos exitosos y al final lo que todos habían estado esperando, el gran momento: la catafixia. Luego de una última pausa comercial, Gilberto con su playera de rayas y sus pantalones vaqueros estaba listo; le tocaba escoger a él. Tenía la pista, la patrulla, y un balón de fut-bol. Podía conformarse con eso, sin duda era un gran premio y sus compañeros de la primaria estarían viéndolo muertos de envidia en sus casas. Pero había una cosa en especial por la que Gilberto había venido, una cosa que deseaba más que cualquier cosa en el mundo, una cosa con la que había soñado todas las noches y todos los días desde que supo que iría: la bicicleta X2T Bimex especial. Y esa bicicleta estaba detrás de alguna de las tres cortinas de los foros que participaban en la catafixia. La pregunta señaló el inicio de la gran decisión que Gilberto había tomado mucho tiempo antes; Chabelo la entonó como si fuera un sacerdote preguntando a un hombre si aceptaba a la mujer a su lado en las buenas y en las malas, en la salud y la enfermedad, étc.  
- Gilberto: ¿te quedas con tus premios, o te animas a jugarlos en la catafixia? 
-Me animo- afirmó él con todo el aplomo que pudo. La otra niña ganadora también aceptó. Como Gilberto tenía preferencia, escogió primero; sin duda el gran premio estaba detrás de la cortina numero tres. La niña escogió la cortina número dos.  Aplausos. Le cedió su turno a la niña de al lado, para que su cortina se abriera primero. 

Esta imagen va en cámara lenta: mientras poco a poco la cortina se descorre, en el piso del foro aparecen diversos juguetes, muñecas y otra pista de carreras, un patín del diablo, la colección de yo-yos Duncan, un avión a escala Exin, y por último, en el fondo con un moño: la bicicleta X2T Bimex especial. En ese momento Gilberto cayó desmayado y no alcanzó a ver su premio emerger de la cortina: una mesedora de muebles Troncozo, que aún hoy día está en la sala de su abuelita.

Gilberto se levantó del piso, con papel de baño se sonó y se secó las lágrimas. El dolor de sus recuerdos y la humillación estaban clavados en su cabeza como una migraña interminable. Regresó a la sala y se asomó por la ventana para mirar a la gente pasar. El segundo piso lo colocaba en una posición ventajosa pero poco distante, podía distinguir detalles. Vio a la mujer con la que se topaba todas las mañanas en la tienda. ¿Cómo se llamaba? Hortencia, la señorita Hortencia que vivía enfrente. Llevaba algo entre las manos, ¿qué era eso? Gilberto se quitó los lentes y restregó sus ojos miopes para ver mejor. La señorita Hortencia llevaba un gatito entre las manos, y ese gatito era Mini. 

-¡Mi Mini!- excalmó Gilberto furioso mientras corría a la cocina buscando un cuchillo. Esta vez nadie le iba a ganar su premio, nunca más. De algún departamento de los pisos superiores llegó estruendosa la melodía de una canción: All you need is Love, All you need is Love, Love, Love is all you need…